Cuando mi hermana estuvo en Portugal hizo topless en la playa y se armó un pequeño escándalo. No la denunciaron por perversión moral ni nada por el estilo, pero todos los tíos se la quedaban mirando como si fuera una gran estrella ardiente, demasiado hermosa para ignorarla, demasiado peligrosa para acercarse a ella. Era la única mujer que no llevaba la parte de arriba del bikini.
Al contármelo pensé que los pobres portugueses andaban con unas cuantas décadas de retraso moral, que aún estaban enredados en los prejuicios más tontos de nuestros antepasados. Nosotros, en cambio, hace tiempo que los hemos superado. Nosotros sabemos que el cuerpo humano es un templo, pero no el templo carca del Espíritu Santo, sino un templo pagano, que merece y exige ser honrado con los cinco sentidos, con los dientes, con los labios, con los dedos, con la lengua. Sí, somos libres. En nuestras playas, ponerse la parte de arriba del bikini no es sólo un gesto timorato, sino casi reaccionario, como colgar un cristo de madera en las aulas de los colegios. ¡Que mueran los retrógrados! ¡Que ardan los cristos de madera y las partes de arriba de los bikinis! ¡Fuego, fuego! ¿Quién tiene una cerilla? ¿Vamos a permitir que nuestras playas se conviertan en instrumento de represión sexual? ¡No! ¡Que viva el cuerpo humano y que vivan las tetas!
¡Que vivan, que vivan! El cuerpo humano es la planta más hermosa de la naturaleza y las tetas son sus flores. A mí me encantan, sobre todo las pequeñas. Si tuviera que llevarme sólo dos cosas a una isla desierta, me llevaría dos tetas pequeñitas. Pero hay una cosa que no acabo de entender: si mostrar las tetas es el signo de nuestra liberación, ¿por qué sólo lo hacemos en la playa? Conozco a muchas mujeres que hacen topless, y creo que conozco a alguna que lo hace orgullosamente, como si cada vez que enseñara las tetas cayera la estatua de un tirano. Sin embargo, no conozco a ninguna que se atreva a levantar esa curiosa bandera de la libertad fuera de la playa. A ninguna se le olvida ponerse el uniforme para ir al trabajo, ni ponerse los tacones para salir de fiesta; ni siquiera en la piscina se atreven a quitarse la parte de arriba del bikini. ¿Y los pobres portugueses andan retrasados porque no hacen topless en la playa?
No me malentendáis. Yo creo que es fantástico que las tías hagan topless, igual que es fantástico que salga el sol por la mañana y que en Málaga la cerveza sea tan barata. Pero si lo hacen para sentirse libres, pues entonces creo que es una estupidez. Enseñar las tetas durante dos o tres horas al día, sólo en verano y sólo en la playa, no se parece demasiado a hacer la revolución. Es como jugar en la bañera con un barco de juguete y creerse el Capitán Barbanegra. Ahora me viene a la cabeza una anécdota que leí en algún sitio, no recuerdo dónde. Theodor Adorno, el gran filósofo marxista, estaba dictando una conferencia sobre no sé qué cosa profundísima, inteligentísima y aburridísima, cuando unas muchachas se le acercaron con las blusas abiertas y las tetas al aire. El filósofo, que tantas veces había propugnado la revolución, se rebulló en el asiento mientras ellas se le echaban encima y trataban de acariciarle. Al final tuvo que huir, dejando a medias un discurso que sin duda habría iluminado a las mentes alienadas y habría trastocado el orden social y habría y habría.
Yo no sé si dos tetas, así sin más, pueden más que dos carretas, pero sé que aquel día unas tetas descontextualizadas pudieron más que uno de los filósofos más ilustres del siglo XX. Nuestras tetas, por desgracia, no están ni muchísimo menos descontextualizadas. Todo lo contrario: están justo donde deben estar. Me imagino allá arriba, en lo alto, a los cristos de madera (los españoles no menos que los portugueses) dándose codacitos y murmurando con aire satisfecho: tranquilos, muchachos, mientras se conformen con hacer topless en la playa no corremos ningún peligro.
Al contármelo pensé que los pobres portugueses andaban con unas cuantas décadas de retraso moral, que aún estaban enredados en los prejuicios más tontos de nuestros antepasados. Nosotros, en cambio, hace tiempo que los hemos superado. Nosotros sabemos que el cuerpo humano es un templo, pero no el templo carca del Espíritu Santo, sino un templo pagano, que merece y exige ser honrado con los cinco sentidos, con los dientes, con los labios, con los dedos, con la lengua. Sí, somos libres. En nuestras playas, ponerse la parte de arriba del bikini no es sólo un gesto timorato, sino casi reaccionario, como colgar un cristo de madera en las aulas de los colegios. ¡Que mueran los retrógrados! ¡Que ardan los cristos de madera y las partes de arriba de los bikinis! ¡Fuego, fuego! ¿Quién tiene una cerilla? ¿Vamos a permitir que nuestras playas se conviertan en instrumento de represión sexual? ¡No! ¡Que viva el cuerpo humano y que vivan las tetas!
¡Que vivan, que vivan! El cuerpo humano es la planta más hermosa de la naturaleza y las tetas son sus flores. A mí me encantan, sobre todo las pequeñas. Si tuviera que llevarme sólo dos cosas a una isla desierta, me llevaría dos tetas pequeñitas. Pero hay una cosa que no acabo de entender: si mostrar las tetas es el signo de nuestra liberación, ¿por qué sólo lo hacemos en la playa? Conozco a muchas mujeres que hacen topless, y creo que conozco a alguna que lo hace orgullosamente, como si cada vez que enseñara las tetas cayera la estatua de un tirano. Sin embargo, no conozco a ninguna que se atreva a levantar esa curiosa bandera de la libertad fuera de la playa. A ninguna se le olvida ponerse el uniforme para ir al trabajo, ni ponerse los tacones para salir de fiesta; ni siquiera en la piscina se atreven a quitarse la parte de arriba del bikini. ¿Y los pobres portugueses andan retrasados porque no hacen topless en la playa?
No me malentendáis. Yo creo que es fantástico que las tías hagan topless, igual que es fantástico que salga el sol por la mañana y que en Málaga la cerveza sea tan barata. Pero si lo hacen para sentirse libres, pues entonces creo que es una estupidez. Enseñar las tetas durante dos o tres horas al día, sólo en verano y sólo en la playa, no se parece demasiado a hacer la revolución. Es como jugar en la bañera con un barco de juguete y creerse el Capitán Barbanegra. Ahora me viene a la cabeza una anécdota que leí en algún sitio, no recuerdo dónde. Theodor Adorno, el gran filósofo marxista, estaba dictando una conferencia sobre no sé qué cosa profundísima, inteligentísima y aburridísima, cuando unas muchachas se le acercaron con las blusas abiertas y las tetas al aire. El filósofo, que tantas veces había propugnado la revolución, se rebulló en el asiento mientras ellas se le echaban encima y trataban de acariciarle. Al final tuvo que huir, dejando a medias un discurso que sin duda habría iluminado a las mentes alienadas y habría trastocado el orden social y habría y habría.
Yo no sé si dos tetas, así sin más, pueden más que dos carretas, pero sé que aquel día unas tetas descontextualizadas pudieron más que uno de los filósofos más ilustres del siglo XX. Nuestras tetas, por desgracia, no están ni muchísimo menos descontextualizadas. Todo lo contrario: están justo donde deben estar. Me imagino allá arriba, en lo alto, a los cristos de madera (los españoles no menos que los portugueses) dándose codacitos y murmurando con aire satisfecho: tranquilos, muchachos, mientras se conformen con hacer topless en la playa no corremos ningún peligro.